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miércoles, 16 de noviembre de 2011

El farol de la otra vida


Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más conmovedor.

Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban para caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.

Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por instantes.

No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.

A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo ningún gañido de lechuza.

Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.

Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de los llamados.

Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.

Tiempo después desapareció del todo y, por lo visto, definitivamente.

Fuente. http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-ElFarolDeLaOtraVida.asp

Donde el diablo perdio el poncho



Don Lorenzo Cuéllar, prominente vecino de Warnes (léase Ubarnes, a la usanza de la época), era una especie de caja de caudales en lo que respecta a dichos y dicharachos. Los largaba por montones, cualquiera fuese el tema de conversación y cualquiera su interlocutor, como quien distribuye bienes de fortuna, de los que quiere hacer merced en prueba de munificencia. Cuando venía "al pueblo", y los periódicos de ese entonces no dejaban de saludarle en la columna del Social, visitaba entre los primeros a quien era su amigo y patrocinante de litigios judiciales: el entonces joven y ya prestigioso jurista Rubén Terrazas.

Cierto día cupo a quien esto escribe, niño a la sazón, la suerte de escuchar el diálogo que sostenían el viejo hacendado y el joven letrado. Hablaban al parecer de alguien ofrecido como testigo en el pleito sobre unas tierras que don Lorenzo sostenía con cierto vecino suyo.

-¡Oh! -musitó el fidalgo urbanense-. A éste no va a poder citárselo dentro del término de ley, porque vive lejos, muy lejos... Donde el diablo perdió el poncho.

El culto pero curioso letrado apuntó seguidamente, entre burlón y serio:

-Le he oído varias veces expedirse con ese dicho. ¿Puede Ud. indicarme, don Lorenzo, dónde queda ese lugar?.
-Por allá, por allá... Yo mismo no sé exactamente adónde. En todo caso a muy larga distancia de aquí, y en un paraje que sólo conoce poca gente.
-Si no conoce bien el lugar, estoy seguro de que conoce la historia. Es ocasión de que me la cuente.
-Con el mayor gusto, mi doctorcito. Aquí va la historia, tal como me la contó taita, y a éste el suyo y así sucesivamente.

Hace ñaupas vivía en su establecimiento un señor de los que en clase de cañeros y en condición de solterones cambian cada noche de colchón y muelen a dos y hasta a tres pailas. Demás está decir que ningún colchón era el de su cama propia y ninguna paila le había sido dada con bendición y latines de cura.

Vivía, pues, en pecado mortal y sin intención alguna de apartarse de éste. Con decir que no iba al pueblo sino a la muerte de un obispo, está dicho que no oía misa y con expresar que se pasaba las noches zangaloteando, queda expresado que no ocupaba su tiempo en rezos. Al saberle así, la gente murmuraba de él que era candidato seguro al infierno.

Cierto día le cayó a casa un forastero en calidad de alojado. Era un tipo joven y buen mozo, y desde que llegó hasta que se puso en camino de irse, no aflojó el poncho que llevaba puesto: Un poncho colla a franjas, grueso y tieso, que le cubría desde el cuello hasta los morocos. Con el achaque de que su mula estaba despiada, se quedó durante días en el "establecimiento".

Poco tardó en ganarse la voluntad del dueño y, lo que es más, su confianza. Al fin consiguió aquello tras de lo cual había venido: Llevarse al dueño de casa por camino largo y con pretexto de venderle una estancia que dijo tener allá a la distancia. Partieron los dos bien montados, el uno con su cómoda chaqueta viajera y el otro embutido en su poncho.

Nadie sabe de qué trataron en el camino, ni qué hizo el uno con respecto al otro. Nada propio de cristianos debió de ser, si se juzgan las cosas por las que después sobrevino. El hecho es que seguían tirando para adelante, cada vez por más lejos de los trechos conocidos.

Entre tanto una de las prójimas que el campesino tenía en casa y molía con él en la molienda, entró en serios temores acerca de él. Desde un comienzo el emponchao no le había caído en gracia, y con esta prevención empezó a abrigar recelos en su contra. Tales recelos se hicieron mayores con la inesperada partida de ambos. Y tanto, que al día siguiente determinó ir en su alcance.

Guapa, valiente y práctica en monturas y viajes, como era, ensilló un caballo y salió al trote largo tras de los caminantes. Sin aflojar el trote, sino para echarle al galope, le fue suficiente ese día con su noche para lograr el arriesgado intento.

Era ya día claro cuando dio con ellos, en momentos en que se disponía para proseguir la marcha. Colocándose frente a los dos se dirigió a su conjunto, gritándole como angustiada:

-¡Ni un paso más, o te perdés pa siempre!.

El del poncho se apresuró a replicar, entre calmoso y ofendido:

-¿Quién sos vos para impedir a éste que vaya conmigo?.

La mujer alzó entonces el grito:

-Te conozco a vos: ¡Sos el mismo Mandinga!.

Al decir esto hacía la señal de la cruz, enérgica y no muy devotamente que se diga. El sujeto empezó a recular protegiéndose los ojos con la mano y el antebrazo.

La mujer llegó a mayores efectividades. Esgrimiendo el talero que tenía en la mano empezó a descargar sobre seguro una lluvia de latigazos. No necesitó de mucho para lograr su objetivo. El diablo, pues se trataba de éste, vivito y coleando, emprendió la fuga. Y con tanta precipitación hubo de proceder, que dejó prendido el poncho en una rama.

Fue así de cómo una mujer pudo más que el diablo, quitándole su presa y haciéndole perder el poncho. De allí viene el dicho, aunque no se mencione el hecho de haber sido una mujer la autora. Mejor así, para que la dignidad del hombre no sea tenida a menos.

Al decir este último, al tuno de don Lorenzo le florecía una sonrisa picaresca tras de los bigotazos rebeldes.

Fuente. http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-DondeElDiabloPerdioElPoncho.asp

lunes, 14 de noviembre de 2011

La Viudita


En otros países de la América española y en el nuestro, aparte del Oriente, se dice simplemente "La Viuda", así en forma simple y sin afijos ni sufijos que añadan o quiten magnitud, calidad y aprecio del sujeto, o, para decirlo más adecuadamente, la sujeta. Acá decimos "La Viudita", no ciertamente con la intención de empequeñecerla o rebajarla, sino como expresión de que, pese a todo, nos cae simpática y, por tal razón, nos place nombrarla en diminutivo.

Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace tiempo dejó de mostrarse, conviene manifestar que no era, acá entre nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal de otras partes. Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de cierta y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los hay de buena) y los que andan a la caza de deleites femeninos sin reparo de conciencia.

Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no antes de media noche. Vestía de negro riguroso, faldas largas a la moda antigua, pero talle ajustado en el busto, como para que resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un mantón cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser orejas y carrillos.

Nadie le vio jamás la cara. Cuando encontraba con varón de los comprendidos en su campo de acción, y el tal no resistía a sus tácitos encantos, ella aceptaba que la acompañase y aun le permitía ciertas liberalidades táctiles. Pero si el apetente le buscaba el rostro en la oscuridad, se oponía al intento con rápidos movimientos de cabeza o extendiendo los pliegues del mantón.

Hubiera o no convenio de ir adelante, era ella y no él quien señalaba el rumbo, con sólo dar dirección a los pasos. La despaciosa marcha concluía invariablemente en las afueras de lo entonces poblado, y había parajes por los que, al parecer, tenía predilección: Las soledades del Tao, el islerío de la pampa del Lazareto, La Poza de las Antas y la cerrazón de las riberas del Río Nuevo.

Llevado allí el pecador y presunto conquistador, la viudita se revelaba en su verdadera esencia y actuaba según sus miras. Nada de horrores, desde luego, y nada de atrocidades fantasmales. Simplemente que el quidam, en estado de alucinación, creyendo ser introducido en edenes o en acogedoras estancias, lo era en rincones precisamente contrarios, empujado por la Viudita que seguidamente desaparecía sin dejar rastro.

Cuando ya en las vecindades del día el malaventurado recuperaba el conocimiento, ahí estaba la punzante, pringosa e ignominiosa realidad. Lo que había visto como suntuosa sala no era sino envedijada ramazón llena de espinas, si es que no matorral de pica-picas con frisas y cenefas de garabatás. Si sobre mullidos colchones y bajo sedeños cobertores había creído acostarse, se encontraba tirado en un barrial y entre aguas no por cierto perfumadas.

¡Ah, condenada Viudita!.

Menos mal que aparte de la burla oprobiosa (pero aleccionadora) ningún otro daño le había inferido.

Fuente. http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-LaViudita.asp